lunes, 21 de julio de 2008

OJOS NEGROS

Desde la ventana del microbús, la vi cruzar la pista. Llevaba el pelo peinado hacia atrás y recogido en una cola. No era alta, tampoco de proporciones llamativas; eso si, muy delicada. Abordo el bus y se sentó en el primer asiento que encontró desocupado. El resto del camino, mientras escuchaba gritar al cobrador, me mantuve atento a sus movimientos. Cejas negras, pobladas ligeramente; piel blanca, ojos negros y grandes.
En un determinado momento, debió sentir que alguien la miraba, pues giro unos treintaicinco grados a su derecha, enfoco donde su instinto femenino le indicaba, y me atrapo. Lo más probable es que tuviera la expresión de un perfecto idiota, sin capacidad para soportar, la frialdad de su negra mirada.
Veinte minutos después bajé del bus. Durante el tiempo que duro el parpadeo del semáforo, de rojo a verde, me mantuve parado en la vereda, mirándola disimuladamente a través del vidrio. El bus parte y sus grandes ojos que aun hoy recuerdo, desaparecen entre los buses destartalados.

Son las ocho y cuarenta y estoy a bordo de un microbús, observando en la misma dirección de ayer; voy en un asiento doble, en la primera fila. La cabeza del chofer me dificulta la visión, pero logro ubicarla; cruza la pista despreocupada, trepa el bus y se sienta a mi costado. Un aroma suave impregna mis fosas nasales y tengo deseos de acercarme a milímetros de su piel y olerla; pero no lo hago.
Se que va a mi lado, que se ha dando cuenta que la miro por el espejo retrovisor; puedo sentir su mirada, pero no me atrevo a enfrentarla. Observa mis manos sin ningún disimulo, luego mira las suyas; desliza su dedo pulgar sobre sus uñas y como si encontrase algo que le incomoda, procede a morderlas apasionadamente.
Bajo en la esquina de siempre. El quiosco exhibe los diarios. Mis ojos se apoderan de titulares y fotografías.

Una semana de vernos. Exactamente, eso era; Vernos… y nada más. Nunca una sonrisa, una palabra, una gesto… algo. Minutos más, minutos menos; Casi siempre era la misma hora.
Perdido en mí atolondrado mundo, cada vez más conflictivo, a veces, olvidaba que en esa esquina subiría. Cuando volvía a la realidad estaba a mi costado o mirándome desde el lugar en el que se encontraba. Cruzábamos miradas.
Nunca la vi en la parte de atrás, siempre escogía los primeros asientos y si no estaban libres iba de pie, aun cuando en la parte posterior sobraban. A veces me sorprendía mirándola, entonces clavaba sus negros ojos en los míos y en ese momento me sentía un pedazo de hierro frente a un imán. Cuando compartíamos el mismo asiento, su aroma, calmaba mis ansias.


¿Cuantos viajes habremos hecho juntos? ¿cuantas veces habremos cruzado miradas sin emociones aparentes? ¿Qué tanto habrá roído sus uñas en todo este tiempo… que ya es mucho?… ¿hasta cuando seguiré alimentándome de su perfume y admirando sus grandes ojos negros?

Ahí viene otra vez, trae los brazos cruzados como si se abrigase. Esta reluciente como siempre. Se me pierde unos segundos al pasar delante del microbús, luego aparece en la puerta, se agarra al pasamano y sube. Dos lágrimas van corriendo en su blanca piel. Se sienta a mi costado y al hacerlo rosa mi brazo con el suyo; esta calentita. No puedo evitar mirarla con cariño.
Seca su dolor con un trozo de papel higiénico.
Es extraño, pero no puedo evitar sentirme padre, pese a que aun no lo soy, y pese a que quisiera decirle: ¿Te ayudo en algo? Las palabras no llegan a tomar forma; solo siento un martilleo en mi pecho.
Veo al cobrador colgado del estribo, gesticulando con energía; pero sus palabras no son audibles para mí. Lo único que escucho es el latir del corazón herido que va a mi costado. Llora sin agachar la cabeza, sin llanto, sin suspirar… sin embargo, sus lágrimas corren como un rio lavando su ligero maquillaje. Inconscientemente, abro un pack de toallitas de papel que siempre cargo y le ofrezco; coge una, me mira y agradece con voz apenas audible. Aquellos ojos negros en esos brevísimos segundos, proyectaron un cuerpo vacio. Allí ni el dolor podría ser causa de temor.
El microbús se detiene en la misma esquina. Coloco en sus manos el resto de toallitas. Me mira intentando ponerle algo de agradecimiento a su mirada, pero solo queda en eso; en intento. Verla en ese estado me provoca depositar un beso en su frente y secar sus lágrimas. Me incorporo sin querer pues quiero continuar el viaje pero la puta rutina me pone de pie.
Repaso los titulares de los diarios, colgados como si se tratase de ropa puesta al sol.

El microbús esta vacio, el chofer se desespera, el cobrador, llama con su extraño modo de entonar las palabras que a veces no logro entender. Las ruedas giran y el asfalto cruje. Me sobresalto, pero sigo mirando a través de la ventana en espera de que ella aparezca.
Una combi frena bruscamente y se detiene a escasos centímetros del microbús en el que voy. El chofer no se da por enterado y sigue avanzando hasta cruzar la avenida. Mi cuello gira, mis ojos la buscan; pero la polvorienta calle no la tiene entre sus caminantes. Los taxistas demuelen los oídos con sus claxon. La distancia aumenta mi campo visual, pero disminuye la definición de su imagen, si apareciera. El cobrador cierra la puerta al divisar la moto de un policía de transito. Una chica se sienta a mi costado, huele mal para ser la ocho y media de la mañana. Pisan mis zapatillas, pero no escucho disculpas. Estoy a punto de explotar.
La misma esquina, el mismo semáforo, el mismo kiosco de periódicos, las mismas palabras: ¡bajan esquina! y hasta podría decir, la misma cantidad de pasos entre las gradas del vehículo y la acera.
Llovizna ligeramente.
Me abro paso entre las personas que esperan su microbús y allí esta. Me acerco despacio. Todo va desapareciendo. El aire deja de fluir en mis pulmones y toso desesperadamente. Me paro frente a ella. Su piel blanca, hoy Luce pálida; sus grandes ojos negros están a medio cerrar y su mano derecha, ejecuta un vano intento por aflojar la cuerda que rodea su estilizado cuello.
El aire sacude el diario que sin piedad a puesto su fotografía. Una señora se persigna, toca el diario y se marcha.

jueves, 3 de julio de 2008

SEGURO SOCIAL, A MAS MALES, MAS OPCIONES

Cuando a fin de mes, vez menos dinero al recibir tu sueldo, debido al pago de tu seguro social, te dices ¡Vale la pena! En cualquier momento lo puedes necesitar, y entonces todo será resarcido.
Hasta que llega el vendito momento, aunque debería ser el maldito momento, por que les aseguro que llegado ese día, empezaras a lamentar tener un seguro social.
Para empezar tendrás que madrugar y cuando hablo de madrugar quiere decir 4 a.m. Sea invierno o verano, joven o adulto, con dolores o sin ellos. Permanecer en una cola por mas de 3 horas, y si tienes suerte encontraras un cupo para ser atendido del mal que padeces y si no ¡piña! Tendrás que tomar la especialidad que sobra, pues no vas ha hacer cola por las puras.
Son más de las 7 a.m. Y por fin obtengo la cita. Tengo una dolencia en la columna, pero pasare oftalmología.
La cita es para las 11 del mismo día y no se si esperar o regresar a esa hora. Observo mi reloj. Las ocho. El medico debería estar allí, pero… para variar, aun no llega.
Media hora después asoma una señora rolliza vestida de blanco y comienza a recibir los tickets. (Debo ser el sexto). Cierra la puerta no sin antes decir que el “doctor” en unos minutos mas atenderá (cuando escucho “doctor”, me pregunto si habrá hecho algún doctorado para llamarlo así.). En fin… tendré que esperar.
Ya cerca de las nueve empiezan a desfilar los pacientes. A la velocidad con la que salen creo que en una hora más, estaré en mi trabajo ¡Calculo mal! No contaba con los recomendados.
Cerca de las 12 me atienden ¡Al fin! Pienso mientras paso al consultorio, que esta inundado de olor a transpiración. El bendito medico ni siquiera me mira y menos responde mi saludo. Desde su posición pregunta que me pasa. Le explico al detalle mi dolencia. Coge su recetario y garabatea algo sobre la primera hoja - Aplíquese estas gotas cada vez que le arda - Me dice, como si le fastidiara atender. Levanta la mirada y recién allí se da cuenta del enorme terigio.
Al salir, pensaba que lo más sensato hubiese sido ir a una farmacia y pedir gotas para desinflamar mis ojos y unas pastillas o frotación para el dolor de cintura y así haberme ahorrado las 8 horas que perdí. Me preguntaba también si había sido un medico el que me atendió (si a eso se le puede llamar atención) ¿o era un farmacéutico?
Sabrán estos médicos que el sueldo que reciben, se los pagamos nosotros, y por lo tanto son nuestros empleados… Seguramente si, pero definitivamente, las vacas, la tienen bien grande.